Salí de mi casa en la ciudad portuaria de Yokohama poco después del mediodía del pasado viernes y poco antes de las tres de la tarde me registré en mi hotel del barrio de Shinjuku en Tokio. Habitualmente paso allí tres o cuatro días por semana para escribir, reunir material y ocuparme de otros asuntos.
El terremoto se dejó sentir justo cuando entraba en mi habitación. Creyendo que podría acabar atrapado bajo los escombros, me apoderé de un recipiente de agua, una caja de galletas y una botella de brandy y me metí rápidamente bajo el sólido escritorio. Ahora que lo pienso no creo que hubiera tenido tiempo de saborear un último sorbo de brandy si el hotel de 30 pisos se hubiera derrumbado conmigo dentro. Pero incluso tomar una medida tan inútil sirvió para poder mantener a raya el puro pánico.
No tardó mucho en llegar un aviso de emergencia por la megafonía: "Este hotel está construido absolutamente a prueba de terremotos. No hay peligro de que el edificio se derrumbe. Por favor, no intente abandonar el hotel". El aviso se repitió varias veces. Al principio me pregunté si sería verdad o si la dirección simplemente estaba intentando que la gente mantuviera la calma.
Y fue entonces cuando, sin pensar realmente en ello, adopté mi actitud fundamental con relación a este desastre: al menos de momento, me fiaré de las palabras de la gente y de las organizaciones con mejor información y más conocimiento de la situación que yo. Decidí creer que el edificio no se caería. Y no lo hizo.
Se dice a menudo que los japoneses acatan escrupulosamente las reglas del "grupo" y que son expertos en la formación de sistemas de cooperación ante las grandes adversidades. Hoy sería difícil negarlo. Son incesantes las valerosas operaciones de rescate y los esfuerzos de socorro, y no hay noticia de pillaje alguno.
Fuera de la mirada del grupo, sin embargo, también tenemos una tendencia a comportarnos egoístamente, casi como si nos rebeláramos. Y eso también lo estamos experimentando: productos imprescindibles como arroz, agua y pan han desaparecido de los supermercados y comercios de alimentación. El combustible se ha agotado en las gasolineras. Hay pánico comprando y acaparando. La lealtad al grupo se está poniendo a prueba.
Ahora mismo, no obstante, nuestra mayor preocupación es la crisis de los reactores nucleares en Fukushima. Hay un montón de información confusa y contradictoria. Hay quien dice que la situación es peor que la de Three Mile Island, pero no tan mala como la de Chernóbil; otros dicen que se dirigen hacia Tokio vientos que transportan yodo radiactivo y que todo el mundo tendrá que quedarse en casa sin salir y comer mucho kelp, que contiene cantidad de yodo saludable y que ayuda a prevenir la absorción del elemento radiactivo. Un amigo estadounidense me ha aconsejado que escape al oeste de Japón.
Hay gente que está huyendo de Tokio, pero la mayoría se queda. "Tengo que trabajar", dicen algunos. "Tengo aquí mis amigos, y mis mascotas". Otros argumentan: "Incluso si se convierte en una catástrofe tipo Chernóbil, Fukushima está a 170 millas de Tokio".
Mis padres viven en el oeste de Japón, en Kyushu, pero no tengo intención de huir allí. Quiero quedarme aquí, al lado de mi familia y de mis amigos, y de todas las víctimas del desastre. De algún modo quiero transmitirles valor, del mismo modo que ellos me lo transmiten a mí.
Y, por ahora, quiero continuar con la actitud que adopté en mi habitación del hotel: me fiaré de las palabras de las personas y organizaciones mejor informadas, en especial de científicos, médicos e ingenieros a los que leo online. Sus opiniones y juicios no merecen mucha atención en los noticiarios. Pero la información es objetiva y precisa, y confío más en ella que en todo lo que oigo.
Hace 10 años escribí una novela en la que un estudiante de Secundaria pronunciaba un discurso ante el Parlamento y decía: "Este país lo tiene todo. Aquí se puede encontrar todo lo que uno quiera. Lo único que no se puede encontrar es esperanza".
Uno podría hoy decir lo contrario: los centros de evacuación se enfrentan a una seria escasez de alimentos, agua y medicinas; también hay escasez de mercancías y de energía en la región de Tokio. Nuestro estilo de vida está amenazado, y el Gobierno y las empresas de servicios públicos no han respondido adecuadamente.
Pero, frente a todo lo que hemos perdido, la esperanza es realmente lo que los japoneses hemos recuperado. El gran terremoto y el tsunami nos han robado muchas vidas y recursos. Pero nosotros, que estábamos tan intoxicados con nuestra propia prosperidad, hemos vuelto a plantar la semilla de la esperanza. Así prefiero creerlo.
Ryu Murakami es escritor y director de cine japonés. Este artículo ha sido traducido del japonés por Ralph F. McCarthy. © 2011, Ryu Murakami. Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola.
dilluns, 21 de març del 2011
YO NO HUIRÉ (Publicat a El País diumenge, 20 de març de 2011)
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