dimarts, 16 de juliol del 2013

SOBRE LOS 50 AÑOS DE "RAYUELA"



Este año recordamos a Julio Cortázar y los 50 años de su libro más famoso y universalmente aclamado: La rompedora novela Rayuela. Mi opinión es crítica y, por ello, quiero antes aclarar que por supuesto considero a Cortázar un referente indiscutible, un pionero que abrió caminos nuevos para la literatura, incorporando el humor y el erotismo a una realidad cultural latinoamericana más bien plana, oscilando siempre entre la épica social y el arte por el arte, y presa de una seriedad más bien contraproducente. Sin duda, sin Cortázar no habrían sido posibles ni Bolaño ni Vila-Matas, pero considero necesario puntualizar algunas cosas, sobretodo con respecto a Rayuela, desde una perspectiva personal y crítica.

Leí Rayuela por primera vez el 2002, tenía 27 años y llevaba un año en Europa, sin intención de regresar a mi país natal y sin más plan de futuro que vivir celosamente el presente más inmediato, sacándole el jugo a las horas del día que se hacían breves entre lecturas, cine, exposiciones de arte y aprendizajes variados. Quiero decir que estaba como nunca receptivo a los influjos de la literatura. Con 18 años había leído El perseguidor, La noche boca arriba, Queremos tanto a Glenda, Todos los fuegos el fuego, y algunos poemas de Julio Cortázar, que habían dejado una honda huella en mí, pero todavía no me encaraba con Rayuela, a pesar de los comentarios fervorosos de múltiples amistades, de los padres de algunos amigos -toda gente de izquierda-, de algún profesor del instituto, y sobretodo, de los románticos suspiros de amigas de mi generación, enamoradas todas de Julio y convencidas por supuesto de que Rayuela era mucho más que la obra maestra de un autor inmortal, era o debería de ser el centro del canon para todo joven despierto que soñara con cambiar el mundo.

Por todo ello, cuando por fin tuve entre mis manos este libro sacro en una modesta edición de bolsillo de Plaza y Janés, lo hojeé primero por los cuatro costados con la vergüenza de no haberlo leído antes, dispuesto a mentir de que lo estaba releyendo, si alguno de mis colegas me sorprendía. De este modo, emprendí la lectura de Rayuela armado del mismo espíritu y la misma emoción con que los caballero artúricos cabalgaban en busca del Santo Grial, esperando ser dignos de recibir una iluminación mágica y trascendental.
 
Sin embargo, mi primera lectura fue una apabullante decepción: Planea sobre la superficie del texto una mezcla sospechosa de neo-romanticismo un tanto cursi, humor surreal y coqueteos con el absurdo, para ofrecer una visión naïf de la realidad tanto europea como latinoamericana, pues, por ejemplo, excluye, ignora o subestima la violencia que se esconde tras nuestras construcciones sociales. Tampoco conecté con los personajes principales: ni con La Maga -Una eterna quinceañera que sale a caminar sin paraguas bajo la lluvia torrencial como eso si fuera el summum de la poesía- ni con Oliverio -un prepotente intelectual perdido en la contemplación de su ombligo-. Por otro lado, está siempre presente el tema de la nostalgia desprendiéndose a trozos de los diálogos y las reflexiones a cada rato. Pero se trata de una nostalgia no siempre natural, sino de una nostalgia nacida más bien de la idealización de la Historia, de la contemplación de sí mismo en el espejo reluciente y moderno de la ciudad de Paris, que seduce irremisiblemente a los personajes latinoamericanos de Rayuela con el boato, la elegancia y magnificencia de su arte, su belleza y su historia, generando una especie de nuevo síndrome de Stendhal que se caracterizaría más o menos por esa atormentada nostalgia de ser argentino en París, o de ser latinoamericano en París. En cualquier caso, el dudoso imán de París juega aquí un papel fundamental.

Tendría posiblemente que preguntarme cómo fue que esta novela se convirtió en el buque insignia de toda una generación. De momento no lo haré. Prefiero seguir explicando mi historia con Rayuela. Por mi parte, fue necesaria una segunda lectura, tres años después, para valorar y disfrutar de Rayuela sus virtudes: el alto contenido poético de sus páginas, la autenticidad de su expresión y el carácter lúdico que la alienta (con mayor o menor acierto) desde al principio al final, elementos todos que bastan para explicar la alta valoración que recibió de parte de los lectores durante tantos años, y que incluyen páginas enteras de un brillo espectacular y de un encanto indiscutible. Insisto: Julio Cortázar es un enorme poeta y supo expresar muy bien aquello que deseaba: Tal y como lo hace en Historias de Cronopios y de famas, se convierte en el portavoz de un tipo de gente -la gente de izquierda que quería cambiar el mundo, la del mayo del 68, la juventud con preocupaciones intelectuales y artísticas- que necesitaba esta obra para verse retratada, para sentirse diferenciada del resto del mundo que vive una vida burguesa y sin mayores dudas ni dolores de cabeza existenciales.
 
Los 50 años de esta gran obra deberían servir para leerla y releerla, pero libres de las etiquetas, los juicios apresurados, las expectativas desmedidas, las lecturas politizadas y el fervor casi religioso con que fue dotada por sus primeros lectores: los soñadores y los rebeldes de los sesenta y setenta, los que quisieron construir sus sueños "a mano y sin permiso" como cantaba Silvio, y que subieron a los altares a esta novela, consagrándola como ícono literario y cultural. Despojada de todas estos lastres, podremos leer Rayuela con ternura, disfrutándola, como quien besa a un padre anciano y amado que supo en su momento romper los moldes, exigiendo la participación del lector y revolucionando de manera radical las estructuras tradicionales del género para ofrecer una obra que, situada mucho más allá de clasificaciones y análisis, se trata, sencilla y poderosamente, de la primera gran novela universal del continente latinoamericano que alcanza una edad madura absolutamente vigente, y más abierta que nunca para ser re-valorada, re-descubierta y matizada por las nuevas generaciones de lectores, de acuerdo a la compleja realidad de nuestro tiempo.

JORGE MORALES